Aprovechando las circunstancias de la fiesta y el gentío, Jesús se pierde de la custodia de sus padres y permanece en el templo. Allí, durante tres días, mientras lo buscan, escucha y hace preguntas a los maestros. Todos los que le escuchan están asombrados por sus respuestas.
Jesús, aun siendo adolescente, llama la atención. Su autoridad y firmeza sorprende. Sin embargo, sus padres al descubrirle se quedan atónitos, y su madre le dice: Hijo, ¿por qué nos has tratado así? Mira que tu padre y yo te buscábamos angustiados. La respuesta de Jesús descubre su futura misión: ¿Por qué me buscabais? ¿No sabíais que yo debía estar en la casa de mi Padre?
Jesús sabe para qué ha venido a este mundo, y cerca del ecuador del comienzo de su misión hace una incursión de lo que está llamado a hacer aproximadamente dieciocho años más tarde. Jesús sabe dónde está su lugar y cuál es su misión. Ahora, ¿sabemos nosotros cuál es nuestra misión? ¿Y el lugar? ¿Sabemos dónde tenemos que estar?
Lo primero es descubrir qué tenemos una misión, y lo segundo es tratar, auxiliados en y por el Espíritu Santo, de vivir y ponerla en práctica. Porque de nada sirve saber lo que tenemos o debemos hacer, si no lo tomamos en serio y lo llevamos a la vida de cada día. Estamos, por nuestro Bautismo, comprometidos a proclamar el Evangelio con nuestra vida según la Palabra de Dios.
Hemos sido configurados en él como sacerdote, profetas y reyes, y hemos recibido el Espíritu Santo para, fortalecidos en su Espíritu, recibamos la capacidad de ser sal y luz que sale y alumbre esa porción de mundo donde cada uno de nosotros le ha tocado vivir.
Pidamos al Espíritu Santo la Gracia de dejarnos invadir por su luz y sabiduría, para derramarnos por su acción en la proclamación, de vida y palabra, del Evangelio. Amén.
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