En
el Evangelio de hoy, Jesús, a través de la parábola de la viña, nos descubre el
inmenso regalo que su Padre ha puesto en nuestras manos. Y, espera, los frutos
de amor que, con nuestro esfuerzo libre y voluntario, nosotros podamos dar, con
y por su Gracia, por los méritos de su Hijo, nuestro Señor concedidos en y por
su Pasión, Muerte y Resurrección. ¿Se puede hacer y dar más? El amor se da
hasta la muerte. Se entrega totalmente y, luego, llegado a ese extremo, solo
queda la Misericordia de nuestro Padre Dios. Una Misericordia que no excluye la
justicia, aunque, por amor, da el perdón misericordiosamente.
Sin
embargo, seguimos optando por nuestros proyectos y desechando los de nuestro
Señor. Seguimos creyendo que nuestra felicidad está en este mundo y en
conseguir las cosas que en él se nos propone. ¿Somos capaces de entender esto?
Se nos ha dado la vida y una viña de la que obtener todo lo necesario para
vivir en comunión. No excluyendo, de la misma manera que el Señor no nos
excluye, sino compartiendo, por amor, los frutos de esa viña. Son esos,
precisamente, los frutos que, el Señor, espera obtener de su Viña. ¿Y que
sucede? ¿Qué los damos nosotros? Desprecio, rechazo y muerte.
Precisamente, caminamos, en estos días cuaresmales, hacia la celebración de la Pascua – el paso de la muerte a la Vida – que Jesús sufrió dándose por nosotros para nuestra redención y recuperación de nuestra dignidad de hijos. ¿Nos damos cuenta de lo que hacemos? Da la sensación qué no. Seguimos matándole en Rusia, Ucrania y muchos otros lugares. Anteponemos nuestras ambiciones y proyectos a los que Dios, nuestro Padre, nos propone. Parece queo no hemos aprendido nada. No nos damos cuenta de que la viña se nos ha dado en arrendamiento y se nos acaba el tiempo para dar esos frutos de amor que, nuestro Padre Dios, espera de nosotros.
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