Supongo, y lo creo
ciertamente, que todos, o al menos muchos, han vivido la experiencia del
desierto. Un desierto que se nos presenta en momentos de nuestra vida cuando
nos exige crecer, avanzar, superar obstáculos y madurar. Todos, o casi todos,
hemos pasado por las etapas escolares, infantiles, juventud, adolescencia y
madurez. Y hemos tenido muchas crisis, momentos de experimentarnos fracasados,
frágiles, desanimados… Desiertos que al final de superarlos nos han
fortalecidos.
No cabe duda de
que tras el desierto viene el fruto, que madurado, da y construye hermosas
prebendas de amor y misericordia. Frutos que incluyen deseos de compartir, de
anunciar y de proclamar que el Amor y la Misericordia del Mesías que es
anunciado por Juan está ya entre nosotros. Frutos que solo podemos saborear y
degustar desde nuestra propia experiencia de desierto.
Porque es en el
desierto de nuestra vida – silencio y escucha – donde podemos encontrar el
camino de conversión, que empieza con Juan, pero que se consolida con el
Espíritu Santo que nos trae nuestro Señor Jesús.
¡Qué importancia
la de nuestro bautismo! En él recibimos al Espíritu de Dios que nos allana el
camino, nos fortalece nuestro espíritu y nos asiste en el camino de nuestro
propio desierto hasta madurar y encontrarnos con el único y verdadero Camino,
Verdad y Vida. Y eso es Adviento, camino de conversión y espera desde el
desierto de nuestra circunstancias, nuestra situación y nuestro momento.
Nunca desesperemos y nos exijamos más de lo que realmente somos y podemos dar. Siempre abiertos a la acción del Espíritu Santo, porque será Él quien realmente nos exija, nos asista y nos lleve a ese camino de conversión. Realmente es el único que sabe lo que podemos hacer y dar.
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