Todos tenemos
parálisis. Quizás no tan visibles como las que son denominadas como parálisis físicas
o degenerativas del cuerpo humano, pero, en definitiva «parálisis».
Porque todo aquello que no te deja ser como debes ser es una parálisis.
¿Acaso no es
parálisis el dejar de hacer el bien cuando te das cuenta de que debes hacerlo?
¿Acaso no es parálisis omitir la verdad sustituyéndola por mentira cuando eres
consciente de lo que realmente haces? ¿Y cuántas veces tus propias parálisis te
impiden hacer el bien?
Posiblemente la
mayor parálisis sea esa interior que reside y vive en tu corazón y no te deja
ver la Verdad, la Palabra del Señor. Quizás sea esa la primera parálisis que le
interesa a Jesús, el Señor, curar. Y así se lo dice a aquel paralítico, tus
pecados te son perdonados. Sin embargo, no entendemos esas palabras del Señor y
buscamos primero lo físico, curar la enfermedad del cuerpo, pero, ¿y la
parálisis del alma? ¿No es más importante?
Porque, el cuerpo
se corrompe, se deteriora y se muere. El alma, al contrario, es perdurable y de
no curarla, limpiarla de parálisis – pecados – puede quedar paralítica para
siempre.
Tengamos muy en cuenta esas palabras que Jesús nos dice hoy en el Evangelio: (Lc 5,17-26): … «Hombre, tus pecados te quedan perdonados».
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