(Mc 8,22-26) |
Todos sabemos por propia experiencia que se necesita tiempo para asentar y afirmar las propias convicciones. El hombre no nace aprendido, decimos, sino que necesita tiempo para forjarse y modelar sus pensamientos y convicciones. De la misma forma, el embrión de la fe, sembrado en nuestro corazón desde el momento de la concepción, necesita tiempo, espacio, silencio, palabra y testimonio para ir despertándose y sembrándose. Dependerá en buena medida de la calidad de nuestra tierra.
Es lo que parece decirnos Jesús en el Evangelio de hoy. Primero le buscan. ¿Le buscamos nosotros? Y, luego, le presentan a un hombre ciego. Supone eso que el ciego se deja llevar al encuentro con Jesús, pero que también otros, quizás te toque a ti, le llevan al encuentro con Jesús.
Y realizado el encuentro, Jesús le invita a retirarse, a apartarse, a buscar espacios de silencio y de encuentro consigo mismo. Es una invitación a salir de nosotros mismos; a despojarnos de nuestros propios prejuicios, de nuestras apetencias y egoísmos. Para ver hay que despejar el horizonte y aclarar todo aquello que emborrona nuestra vida. Y es que cuando se limpia la habitación, parece mayor, más grande y hasta la vemos de otra forma.
Igual ocurre con nuestra alma. Cuando la limpiamos en confesión, todo se ve de otra forma e incluso nuestra fe se afirma, se fortalece y hasta, podríamos decir, que ve más claramente. Pero observamos que eso lleva un proceso y un tiempo para madurar. Ese intento, que experimenta el ciego curado por Jesús, de no ver a la primera vez nos hace pensar en la necesidad del tiempo.
Jesús vuelve a imponerle las manos y todo se aclara. Hay como una segundo intento, como un insistir y perseguir esa fe que necesitamos pedir y abrirnos a recibirla. Pongámonos en camino y en disposición de recibirla.
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