(Mc 16,9-15) |
Jesús inicia la confirmación y testimonio de su Resurrección. Ha resucitado, pero no le creen, ni siquiera sus mismos amigos y discípulos. María Magdalena, de la que había expulsado siete demonios, es a la primera que anuncia su Resurrección, pero, comunicado a los discípulos, no le creen. Luego se manifiesta a los de Emaús y estos, de regreso, a Jerusalén, tampoco son creídos. Están derrotados, fracasados y llenos de oscuridad.
¿Y nosotros, mil novecientos ochenta y cuatro años aproximadamente después, cómo estamos? ¿Creemos? No hay duda que partimos con ventaja, porque tenemos el testimonio de todos ellos, y el de la santa Madre Iglesia, que lo ha guardado, custodiado, proclamado y transmitidos hasta nuestros día. Y continúa haciéndolo.
Sin embargo, experimentamos dudas, miedos y vacilaciones ante el compromiso de seguirle plenamente. Muchos por respeto humano e intereses nadamos entre dos aguas. Otros, asediados por nuestras debilidades, temores y pecados encendemos una vela al diablo y otra a Dios. Jesús se nos presenta personalmente. No quiere que nuestra fe se debilite y nos anima a descubrirle. Ante la perplejidad negativa, cerrada y tozuda de los apóstoles, se les presenta a los once reunidos en el Cenáculo. Y les echa en cara su dureza de corazón por no creer a aquellos que les habían visto. Y les envía a proclamar el Evangelio a todo el mundo.
Un Evangelio que trae una buena noticia. Un mensaje de salvación, de liberación, de triunfo sobre la muerte. Un mensaje que anuncia un Resucitado que testimonia el triunfo sobre la muerte y el amor del Padre a los hombres, a los que les promete también la resurrección por los méritos de su Hijo Jesús Resucitado para Gloria del Padre.
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