Jn 2,13-22 |
Con el tiempo las reuniones cristianas se formalizaron en los templos. Edificios que se fueron construyendo para dar lugar a la congregación de los fieles cristianos como sustitutos de las propias casas donde – en los comienzos del cristianismo – tenían lugar. Sin embargo, el verdadero templo donde está Jesucristo es su propio cuerpo. Refiriéndose a eso, dice: «Destruid este templo y en tres días lo levantaré».
Los judíos le contestaron: «Cuarenta y seis años se han tardado en construir este Santuario, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?». Pero Él hablaba del Santuario de su cuerpo. Y también nos sucede a todos nosotros. Somos templos del Espíritu Santo y – desde la hora de nuestro bautismo – quedamos configurados como verdadero templos.
Quizás, por eso, necesitamos limpiar y despojar todo nuestro ser de las inmundicias y pecados a los que el mundo nos invita, porque, conscientes o inconscientes profanamos nuestros templos al prostituir nuestros propios cuerpos con el pecado. Y es que, como ocurrió a los discípulos – cuando Resucitó, pues, de entre los muertos, se acordaron sus discípulos de que había dicho eso, y creyeron en la Escritura y en las palabras que había dicho Jesús – sabemos que somos morada de Espíritu Santo. Es decir, templos de Dios vivos.
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