Lc 16,1-8 |
Siempre me ha parecido un misterio el saber que mi vida en este mundo tiene un final y vivo sin preocuparme ni prepararme para ese decisivo e importante momento. Algo así como, ¡si a mí no me va a tocar! Y digo misterio, porque no llego a comprender como podemos vivir tan despreocupado sin discernir sobre ese momento tan cierto y seguro que llegará. Es, precisamente, lo único cierto que sabemos sucederá.
Sin embargo, contrariamente a esa despreocupación y descompromiso, sí nos preocupamos por tener un trabajo, una seguridad económica que satisfaga nuestras apetencias y capricho y una asistencia médica que garantice mi salud. Es decir, empleamos toda nuestra astucia y capacidad intelectual para prepararnos y preocuparnos por las cosas de este mundo. Primamos y priorizamos lo material, lo carnal (concupiscencia, sexo, placer, gula…etc) y nuestras satisfacciones egoístas sin el más mínimo interés, miramiento o preocupación por el bien de nuestro espíritu. El devenir de nuestro destino trascendente no nos preocupa nada.
¿Qué pasará cuando llegue ese momento –
que sabemos que llegará – de nuestra hora final? Necesitaremos discernir, como
ese administrador que se vió descubierto y despedido de su trabajo, para
organizar nuestra vida y preocuparnos por lo verdaderamente importante, aceptar
esa hermosa y maravillosa llamada a entrar en el Reino de Dios. Pero, hay una gran diferencia, que no tenemos todo el tiempo del mundo. Nuestra vida es corta y podemos perder el tiempo y ser sorprendido por el momento final. Está en juego nuestro gran Tesoro.
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