¿O por el contrario,
son nuestros templos el lugar donde acudimos a encontrarnos con el Señor y a
dejarnos amar por Él abriéndonos a su Palabra y a su Gracia? Realmente, ¿vamos
a buscar fortaleza y alimento espiritual para luego dar testimonio de palabra y
vida en nuestros círculos y entorno social? ¿Y tratamos de, injertados en el
Señor, de imitarle y testimoniar su Palabra con nuestra vida y obras?
Estas y otras
muchas preguntas deberían cuestionar nuestra vida cristiana cada instante y
cada día que nos acercamos a la Eucaristía. Porque, de no hacerlo podemos,
quizás sin darnos cuenta, convertir nuestros templos en lugares de reunión, de
encuentro y de pasar un buen rato con otras personas en un clima agradable y de
intercambio. Al parecer algo así paso en tiempos de Jesús y, como nos dice el
Evangelio de hoy martes – Juan 2, 13-22 – expulsó a aquellos que habían
convertido la Casa de su Padre en un lugar de mercaderes, intercambio y negocio.
Tomemos conciencia que el Templo es el lugar donde permanece Jesús Sacramentado, bajo las especies de pan y vino. Es el lugar donde vamos a encontrarnos y a dejarnos encontrar con nuestro Señor. Es el lugar donde acudimos a dialogar y reconocer nuestros pecados y debilidades. Y, por supuesto, a pedirle su Misericordia Infinita para, limpios de pecados, seguir nuestra andadura por este mundo esforzándonos en imitarle auxiliados por su Gracia.
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