Mt 7,21.24-27 |
¿Cómo es posible
que si mi Dios está crucificado en una cruz, yo quiero eludirla? ¿Soy yo mejor
que mi Dios? ¿Cómo es posible que si mi Dios ha dado su vida por mí y por todos
los demás, yo quiero mi vida para mí y no la doy a nadie? ¿Cómo es posible que
busco un Dios de una vida fácil y sin exigencia ni compromisos? ¿Acaso pienso
que puedo ser amigo de Dios sin dar amor? En realidad, ¿qué Dios busco?
Todas esas
preguntas me llevan a responder sobre qué dios me he fabricado, o en que dios
realmente yo creo. Porque, quizás me haya hecho la composición de creer en un dios tómbola que le pido y me da. Y que si no me da, me enfado. Un Dios que lo
considero Dios en la medida que me dé según mis gustos e ideas. Un dios que se
añada a mis proyectos y siga mi voluntad. Un dios de méritos, de puntos, de favores
y de recompensas. Un Dios al que pueda entender y se ajuste a mis
razonamientos.
Un dios sostenido
y apoyado en la arena movediza de mi humanidad limitada, suficiente y soberbia
que se cree con derecho de exigir a su Creador. Y, sucederá que ese dios se
derrumbará cuando las tempestades acaben con mis sueños y sean superiores a mis
fuerzas. Entonces, su ruina será grande, tal y como dice el Evangelio.
Yo creo en un Dios ininteligible, superior a mi entendimiento y mis fuerzas. Un Dios que no puedo entender, como su Madre María, que me ama hasta entregar a su Hijo en una muerte de cruz para salvarme. Un Dios misericordioso que, sabiendo de mis pecados, me perdona y da su Vida por mí. Un Dios que, a pesar de invitarme a vivir en su Cruz, me acompaña, me fortalece y me ayuda a sobrellevarla y a cargarla. Un Dios, como roca, que apoyado en Él resisto toda tempestad y huracanes. Un Dios de Infinito Amor Misericordioso que, al final del camino, me salva y me da vida eterna.
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