Esa es la pregunta
del millón, ¿qué importa más, hacer el bien o el mal? Y supongo con total
seguridad que todos responderán que lo importante, lo bueno y mejor es siempre
hacer el bien. Y eso es lo que realmente anida en el corazón de todo hombre,
incluso en aquellos que, contrario a su voluntad, hacen el mal.
Y digo, contrario
a su voluntad, porque, a pesar de querer hacer el mal, todos saben que eso está
mal – valga la redundancia – y que se sienten arrastrados y sometidos a hacerlo
esclavizados por sus vicios, ambiciones, envidias, egoísmos y deseos de
venganza. En realidad, por el pecado estamos inclinados a hacer el mal, y
mientras no seamos liberados seremos esclavos del pecado.
Precisamente, la
ley del sábado arranca desde esa esclavitud del pecado. Queremos someter a los
demás, pero no a nosotros mismos. Hacemos, pues, leyes que limiten la libertad
de los demás, pero con nosotros somos misericordiosos y más benévolos. Jesús
les estorba cuando habla de hacer el bien, incluso en el día de sábado. Se
sienten desautorizados y descubiertos en sus deseos de mandar, de llevar ellos
la voz cantante y de imponer su ley.
En consecuencia,
maquinan como quitarse a Jesús de encima. Sus Palabras les molestan y les
impiden hacer sus propias leyes. Están ciegos y ofuscados, y se cierran a
escuchar la Palabra de Jesús. La verdad les molesta, porque ellos saben que
siempre hacer el bien está por encima del mal. Pero, el peso del pecado les
puede y, endurecido sus corazones, se cierran a la Palabra del Señor.
¿Y nosotros? ¿Cómo
estamos ante la Palabra del Señor? ¿Nos cerramos a escucharla dando preferencia
a la nuestra? Esa es la cuestión que debemos meditar, silenciar en nuestro
interior y ponernos a la escucha de la Palabra de Dios.
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