(Lc 12,49-53) |
Esa es la consigna, caminar en la esperanza de que el mundo será mejor con tu aportación y tu pequeño y humilde trabajo. Pero, para eso tienes que arder, tienes que quemarte y quemar también toda esa parte del mundo que se te ha entregado. Quemarla de amor, de ganas de vivir, de deseos de perfección como Jesús nos ha dicho, Mt 5, 46-48.
Jesús tiene deseos de prender el mundo de ese fuego de amor. Arde en deseo de que la caridad habite entre los hombres y surja la inquietud por establecer la concordia y la fraternidad. En ese sentido Jesús nos inquieta y nos pone en movimiento. No trae la paz, sino que busca la guerra que haga surgir del corazón de los hombres el amor. El verdadero amor que ponga paz dentro y fuera de cada hombre, y, por supuesto, en la convivencia y fraternidad de los pueblos.
Esa es la pregunta que nos cuestiona el Evangelio de hoy. ¿Hay paz en nuestro corazón producto del deseo y la inquietud de amar y hacer el bien y que se cumpla la justicia? ¿Tratamos de vivir esa paz que nace del esfuerzo de nuestros corazones? Al menos, experimentándonos pobres, humildes y sin posibilidades de cambiar la trayectoria de este mundo, confiamos en el poder de nuestro Padre y se lo pedimos? ¿Rezamos y trabajamos en la medida de las posibilidades que cada uno tiene para que este mundo viva en la Voluntad de Dios.
Pidamos que nuestros corazones queden prendidos de ese fuego que Jesús prende al mundo y que, no sólo arda dentro de nuestro corazón, sino que también prenda en otros corazones. Confiemos en aquellas palabras con las que Jesús (Lc 18, 1-8), hace días, nos invitaba a hacer nuestras peticiones de forma insistentes y perseverantes.
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