Pienso que el Señor me hizo tierra buena, porque me ha creado para ser feliz y para amar. No lo puedo ver de otra manera, porque, de verlo de otra manera, llegaría a pensar que Dios no es del todo bueno. No se puede entender un Dios que no nos haya creado para amar, cuando el mismo nos ha dicho que nos ha creado a su imagen y semejanza. Si, indudablemente, Dios es un Padre Infinitamente bueno y nos ha creado para que seamos felices eternamente.
Ahora, ha convenido, porque así le ha parecido bien, que seamos libres y que podamos elegir creer en Él o rechazarle. Y esto ha sucedido desde el momento que el hombre quiso ser como Dios - pecado original - y fue desterrado a la tierra a ganarse el pan con el sudor de su frente y a ser protagonista de su propia elección. Creado libre para que pudiera elegir dar frutos de amor o dar frutos egoístas pensando en sí mismo.
La parábola del sembrador nos descubre esa posibilidad de convertir nuestro corazón en tierra buena y dar los frutos que, queramos o no, deseamos dar desde lo más profundo del corazón. Son frutos de amor que, amenazados por ese deseo del mal - pecado - también cultivado en nuestro corazón, irrumpe en nuestra vida y nos inclina al mal y a apartarnos del amor de Dios.
Sin embargo, Dios no nos ha abandonado nunca, somos sus hijos y desea recuperarnos. Para eso ha enviado a su Hijo predilecto que nos enseña el Camino, la Verdad y la Vida para dar los buenos pasos y llegar a recuperar, por la Gracia y Mediación de su Hijo, nuestra dignidad perdida de hijos de Dios, alcanzando su Infinita Misericordia y gozar de y con Él la Gloria de Vida Eterna.
Conviene leer despacio y abiertos a la acción del Espíritu Santo este pasaje del Evangelio de - Marcos 4, 1-20 - y reflexionarlo aplicándolo a nuestra vida. ¿Qué tierra considero que soy? ¿Y cómo puedo revertirla para que bien abonada dé frutos? En tus manos está.
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