Es evidente que
nuestra historia va dejando un hálito de resentimiento que nos sumerge en el
pasado y nos interpela y, en muchos momentos nos desanima. Somos pecadores y en
nuestro camino hay situaciones y circunstancias en las que dejamos mucho que
desear y cometemos pecados graves. Y quieras o no ese pasado es tu historia y marca
el ritmo de tus pasos.
Conviene en esos
momentos no desesperar y dirigir tu mirada al Señor. Descubrir que, a pesar de
tu pobreza, tus fracasos y tus debilidades, el Señor sostiene su mirada directa
a ti y con ella te invita a olvidar tus pecados, a levantarte y a seguirle. El
Evangelio de hoy nos habla de la historia de Pedro y de cómo el Señor le invita
a ser el primado de su Iglesia. Un Pedro que le ha fallado gravemente en el
momento decisivo de la cruz.
Y pocos son los
que se escapan. Solamente su Madre, algunas mujeres y Juan fueron capaces de
permanecer al pie de la cruz. Todos los demás hemos huidos, incluso nosotros.
Repetimos la misma historia y experimentamos la tentación de quedarnos a mitad
de camino, tomar otra dirección y evadirnos de los problemas. Al menos esa es
mi experiencia. Nos cansamos, nos acusamos de no hacer lo que nos gustaría
hacer y eso nos desanima y nos invita a abandonar el seguimiento a Jesús.
Posiblemente
caemos en el peligro de tomarnos el seguimiento a nuestra manera. Seguirle
desde nuestra propias convicciones y adaptadas a nuestras apetencias y gustos. No
entro en calificar esta manera de actuar pero sí diré que nuestros planes no
son los de nuestro Señor Jesús ni los de su Padre. A mi manera de ver corremos
el peligro de hacer nuestra voluntad y no la de nuestro Padre Dios.
No duele más obedecer y seguir los dictámenes que nos marca el Espíritu Santo, que nos invitará a seguir los pasos de Jesús y su camino de cruz. Es verdad que no nos vemos con fuerza para ello, pero es ahí donde debe aparecer nuestra confianza y fe en el Espíritu de Dios en la esperanza de que nos fortalecerá y auxiliará para cargar con nuestra cruz.
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