Suceda lo que
suceda, aunque nos parezca que la Iglesia se hunde y que el mundo, demonio y
carne salen victorioso, la realidad es otra. La Iglesia es indestructible y
nunca perecerá. Tiene la Palabra de Aquel que siempre la cumple, el Hijo de Dios Vivo, nuestro Señor
Jesús, y su Palabra es Palabra – valga la redundancia – de Vida Eterna.
Es posible y
necesario que la Iglesia necesita estar siempre en reconstrucción. El Señor la
ha dejado en manos del Espíritu Santo, y Él va soplando, reparando, asistiendo
y reconstruyendo la semilla sembrada que nuestro Señor Jesús dejó en cada
corazón del hombre bautizado y, también, de aquel que, rechazándole, espera
pacientemente su regreso a la Casa del Padre.
Nosotros, sus
miembros somos débiles, frágiles y pecadores. Con nuestras fuerzas la Iglesia
no puede sostenerse. Somos pequeñas piedras que necesitan la Roca – nuestro Señor
– donde apoyarse y afirmarse para que el edificio de la Iglesia se sostenga
firme y eterno. Por eso, en el instante de nuestro bautismo recibimos al
Espíritu Santo, que nos acompañará todo el recorrido de nuestra vida e irá
reconstruyéndola y reparándola de todas nuestras debilidades y pecados. Y con
su fortaleza y auxilio no decaeremos nunca y nos sostendremos firmes ante las
amenazas del mundo, demonio y carne.
Así nos lo ha dicho el Señor, y así se cumplirá: Mt 16,13-19): … Y yo te digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y las puertas del Hades no prevalecerán contra ella. A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos».
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