(Mc 4,21-25) |
Cuando pasas por la puerta de un gimnasio observas como las personas, que allí se encuentran, se ejercitan, con verdadero esfuerzo, en realizar ejercicios, valga la redundancia, para tonificar el cuerpo y fortalecerlo. Y eso se ve y se manifiesta. No obstante, el gimnasio hace su publicidad, y, de alguna forma, grita con sus asiduos practicantes la necesidad de hacer ejercicios.
Casualmente, paso algunos días por allí, y observo a muchos jóvenes haciendo esfuerzos en la bicicleta. No puedo evitar pensar que, a pesar de que eso está bien y es necesario, hay otra parte del hombre, el alma, que merece mayor atención y más cuidados. Y hoy, se me ocurre pensar que esa ingente cantidad de personas son lámparas encendidas que no alumbran sino una parte de sus vidas. Precisamente, la caduca, la que, tarde o temprano se perderá si no se atiende la verdaderamente importante, la espiritual. Y eso en el mejor de los casos, porque, los hay, quienes tapan esa luz, que pueden dar, o la ocultan debajo de la oscuridad de sus vidas.
La vida no se puede perder, porque ha sido creada para siempre. Y la podemos perder porque, quizás no nos dejamos alumbrar, ni tampoco alumbramos. No queremos, que la Luz que nos trae el gozo y la eternidad, nos deslumbre, y preferimos las tinieblas y la oscuridad. Llegamos a pensar que en ella, las tinieblas, nos movemos mejor, y que, incluso, nos sentimos felices. El demonio sabe bien lo que nos gusta, y sabe como engañarnos. Sin embargo, nuestra experiencia nos descubre que al final terminamos mal, y que detrás de toda esa felicidad aparente, sólo queda vacío y caducidad. La promesa demoniaca es falsa. Todo se acaba, y cuando dentro de nuestro corazón no brilla la verdadera Luz, fuente inagotable de felicidad eterna, nos sentimos tristes, apenados y perdidos. Algo nos dice que hemos equivocado el camino.
Necesitamos dejar escapar toda la Luz recibida por la acción del Espíritu Santo. Él sabe lo que se nos ha dado, y todo lo que podemos dar. Y nosotros, sumisos esclavos y siervos del Señor, seremos felices en la medida que dejemos escapar ese torrente de Luz que nos invade, que nos llena y nos fortalece plenamente. Y que en la medida que la damos, nos llenamos de gozo, paz y felicidad.
Por eso, sintámonos alegres, complacidos, siervos, felices, eternos y agradecidos del Amor del Padre, y pongamos todos nuestros talentos en la tierra de nuestro corazón para que sean fertilizados y abonados por la verdadera Luz que, viviéndola, reflejaremos en nuestra vida alumbrando a los demás.
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