La vida es breve y también impresible, y queremos sacarle el mayor provecho posible. Pensando con criterios humanos buscamos riqueza y poder, porque creemos que con eso podemos ser felices y ponemos todo nuestro empeño en centrarnos ahí. Pronto descubrimos que todo no es tan sencillo como pensabamos y nos damos cuenta que no todo lo que reluce, aun con dinero y salud, es oro. Porque nuestra vida tiene un recorrido donde hay también un final.
Rompemos nuestra amistad con Dios por cosas y bienes de este mundo, hasta el punto que la herencia que nos dejan nuestros padres son centro y motivo de discordia y separación de las familias. Nos cuesta mucho ver que todo lo de aquí abajo es caduco. De nada nos vale vivir placenteramente un poco tiempo para luego perder lo verdaderamente valioso y eterno.
Hoy, Jesús nos quiere advertir de ese peligro y nos cuenta la parábola de aquel hombre que teniendo una abundante y buena cosecha pensó en almacenarla en unos grandes graneros y con los beneficios darse una vida llena de placeres y fiestas. Sin embargo no había tenido en cuenta que su vida le iba a ser reclamada. Y es que nuestra vida no nos pertenece y en cualquier momento podemos perderla.
¿De quién y para quien será todo lo que tengamos? No tiene ningún sentido vivir de forma egoísta y pensando en darnos buena vida cuando hay muchas necesidades y otros que lo pasan mal. Nuestra mayor riqueza se encuentra en Dios, nuestro Padre. Lo que cuenta en nuestra vida es atesorar obras de amor que satisfagan la Voluntad de nuestro Padre. Obras de amor que consistan en servir y ayudar a los más necesitados y pobres.
Pidamos ese conocimiento y sabiduría para no centrar nuestra vida en la riqueza ni en los bienes de este mundo, sino en tener a Dios como centro y mayor Tesoro de nuestra vida.
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