Nuestra lengua se desata con bastante facilidad y establecemos diferencias entre unos y otros, entre norte y sur, entre ricos y pobres. Estamos pronto a la crítica fácil y, sin darnos cuenta unas veces, y otras, dándonos cuenta, hacemos daño a los demás. De manera especial a los enemigos, porque con los amigos procedemos de modo más suave y sutil. Y esta es la advertencia que hoy nos dice Jesús:
«Habéis oído que se dijo: ‘Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo’.
Pues yo os digo: Amad a vuestros enemigos y rogad por los que os
persigan, para que seáis hijos de vuestro Padre celestial, que hace
salir su sol sobre malos y buenos, y llover sobre justos e injustos.
Cambia todo el panorama. Ahora, amar no consiste el hacer solo el bien a los más cercanos, familiares y amigos, sino que pone el acento en amar a los enemigos. Sí, ¡hemos oído bien!, el Señor sabe lo que dice. Y es que así nos ama nuestro Padre Dios, y así, por eso, su Hijo, nuestro Señor, se ha entregado voluntariamente a una muerte de cruz. No precisamente por los buenos, sino, todo lo contrario, por los malos y pecadores. ¡Qué levante la mano quien está libre de pecado!
Pos eso nos vuelve a decir: Porque si amáis a los que os aman, ¿qué recompensa vais a tener? ¿No
hacen eso mismo también los publicanos? Y si no saludáis más que a
vuestros hermanos, ¿qué hacéis de particular? ¿No hacen eso mismo
también los gentiles? Vosotros, pues, sed perfectos como es perfecto
vuestro Padre celestial».
Así, queda muy clara la gran dificultad de amar. Está fuera de nuestro alcance y, es obvio, que sin el concurso y auxilio del Señor no podremos amar a nuestros enemigos.
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