El hombre busca desesperadamente ser feliz. Para lograr esa felicidad se afana en conseguir cosas y cosas: salud, dinero, poder, bienestar, comodidades, bienes...etc. y descubre que, si bien esas cosas le procuran felicidad, no le sacian plenamente. Siempre, el hombre está insatisfecho y busca angustiamente poder saciarse.
En ese torbellino desesperado y vertiginoso cae atrapado por sus propios egos y no advierte que la felicidad está en manos de Alguien que nos ama y nos quiere tanto hasta el punto de, no sólo darnos gratuitamente esa felicidad que buscamos, sino darse ÉL mismo. DIOS nos quiere tanto que nos da su misma Vida de forma gratuita, pero con una condición: que abramos nuestro corazón y nos dejemos embriagar por su misma Vida.
DIOS nos propone un gran Ideal: ser sus hijos y vivir plenamente gozosos en su presencia. Para ello nos comunica su propia Vida, que llamamos GRACIA y que es un don sobrenatural, interior y permanente. Sobrenatural, porque está por encima de nuestra naturalidad y no llegamos a comprender. Es algo que nos sobrepasa, pero que experimentamos y sentimos.
Interior, porque está en nosotros, en lo más profundo de nuestro ser. El deseo más profundo del hombre es amar, y cuando el hombre intenta y se esfuerza en amar, está sintiendo ese inmenso regalo que, sólo nos viene de DIOS, y que colma plenamente todas nuestras ansias de plenitud y felicidad.
Y permanente, porque queramos o no permanece siempre ofrecido y cercano y está sobre la mesa. Sólo basta decir SÍ y activar ese don de vivir plenamente su misma VIDA, que nos hace hijos de DIOS, y, si hijos, hermanos todos en CRISTO, templos vivos del ESPÍRITU SANTO e hijos de María.
También, nos santifica, porque al vivir en Gracia transparentamos la luz y la dejamos pasar con la alegría de sabernos llamados a vivir felices eternamente. Y eso no es sino transformarnos en santos, porque santos son los que dejan pasar la Luz que alumbra nuestro caminar.
Y nos hace miembros vivos del Cuerpo Místico de CRISTO, injertados en ÉL, con ÉL y por ÉL, y, por consiguiente, participados y resucitados como ÉL. Y, sólo en ÉL, transformados como el fuego con el hierro, de forma que ya no sabemos lo que es hierro o fuego porque todo nuestro ser arde inmensamente con los mismos sentimientos que el corazón de CRISTO.
Cuando rechazamos esta oferta única y deseada, aún no sabiéndolo, estamos condenándonos a vivir una vida de muerte, finita, caduca que nos convierte en cadáveres andantes. Porque todo lo que no está injertado en CRISTO es caduco y finito, por consiguiente, es muerte.
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