(Mt 1,1-17) |
Jesús viene al mundo casi en el anonimato. Se le anuncia a los que únicamente le necesitan, es decir, a los pobres, enfermos y necesitados. A los marginados y excluidos de la sociedad, aquellos que no cuentan para nada. Son los pastores, personas desechadas y tomadas como lo último en su época. En ese contexto, y obligado por las circunstancias del momento, Jesús se ve obligado a nacer en un pesebre.
Es la Luz que ilumina a todos, pero que solo los pobres buscan porque andan en la oscuridad de la noche y necesitados de calor. Los otros, los que se sienten cómodos y seguros al calor del mundo, no se dan por aludidos.
Es la Luz que ilumina a todos, pero que solo los pobres buscan porque andan en la oscuridad de la noche y necesitados de calor. Los otros, los que se sienten cómodos y seguros al calor del mundo, no se dan por aludidos.
Si alguien, el más imaginario o creativo, llega a intuir quien era aquel Jesús le hubiese ofrecido su casa. Se hubiese hecho famoso y, posiblemente, alcanzado la salvación al estar muy cerca de ella. Esos hechos descubren el anonimato y sencillez del nacimiento del Niño Dios.
Y es que Jesús, como cualquier otro, procedía de una familia, de unos descendientes tan normales como la vida misma. Y en la que había de todo. Desde la fe y obediencia de Abrahan hasta el homicidio de David, la idolatría de Salomón o la prostitución (Rahab). No se esconde nada. Se descubre su grandeza, pero también se transparenta sus pecados. Una familia de un Dios que se hace Hombre como nosotros, con su familia y sus costumbres, pero que con su Divinidad limpia y santifica sus orígenes.
Un Dios cuya humildad nos libera y nos salva.
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