(Jn 15,26—16,4) |
La promesa del Espíritu Santo es una realidad prometida por nuestro Señor. No hay, por tanto, ninguna discusión, pues es Palabra de Dios: «Cuando venga el Paráclito (…) que procede del Padre, Él dará testimonio de mí» (Jn 15,26).
No da lugar a ninguna duda ni discusión. Está muy clara su promesa y su Palabra. El Espíritu Santo no viene a perder el tiempo, sino a auxiliarnos, a darnos paz, serenidad en las adversidades y alegría por las cosas de Dios. Viene a sostener nuestra fe y a fortalecernos nuestra voluntad. A llenar nuestros corazones y a encender en ellos la llama de su Amor.
También nosotros estamos llamados a dar testimonio de Jesús, de su Palabra porque Él nos envía en el Espíritu Santo. No sólos, sino asistidos por el Espíritu. Pero, para ello se hace necesario estar injertado en el Señor, como el sarmiento en la vid: Pero también vosotros daréis testimonio, porque estáis conmigo desde el principio.
Y eso significa que nuestra vida debe estar pegada a Jesús. Y lo hacemos así cuando en el acontecer de cada día nuestro corazón lo ponemos en Manos del Señor al escuchar su Palabra, a frecuentar los sacramentos, a hacerla vida en nuestra vida siguiendo los mandatos de su Iglesia, reconociéndolo en nuestros hermanos, cumpliendo los mandamientos y viviendo en el esfuerzo de imitar el estilo de vida de nuestro Señor Jesús.
Porque nuestro testimonio será creíble y válido cuando nuestras obras sean coherentes con nuestras palabras y se transformes en hechos de vida. Porque el testigo no es simplemente el que conoce las enseñanzas de Jesús, sino el que, conociéndolas, las pone en prácticas. Pidamos esa Gracia en el Espíritu Santo.
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