(Lc 16,9-15) |
Hay muchos ideales, y todos pueden ser, si se apoyan en la verdad y el bien, dignos para realizarse, pero sólo uno será el verdadero y el que nos colma plenamente nuestros deseos de felicidad. Esa es la búsqueda que el hombre experimenta y persigue. Podrás pensar como quieras; tendrás los criterios que quieras tener y hasta te autoengañarás distorsinando la realidad según tus intereses y soberbia, pero lo que tú quieres alcanzar es vida eterna. Pero, vida eterna, con calidad y plenitud de felicidad.
¡Claró!, te pasa a ti y me pasa a mí. No se puede tener la cabeza en otra cosa que no sea esa, pero hará falta encontrar quien te puede ayudar y ofrecer esa posibilidad. A estas alturas de la vida, no darse cuenta de esto significa haber perdido el tiempo. Erre que erre con lo mismo, pero siempre permaneces y te quedas igual. Tus beneificios, sean los que sean y como los hayas obtenidos, servirán sólo si te ayudan a darte cuenta de esta realidad, que es la única.
Es verdad, necesitas fe, pero, también es verdad que nuestra razón nos ayuda mucho a buscarla, pedirla y abandonarnos en ella. Porque el mundo no te ofrece nada y todo lo que has vivido en él se queda sin respuesta y esperanza sin la fe en Aquel que le da sentido a tu vida.
Tú y yo experimentamos que sólo en el amor nos encontramos felices y esperanzados. ¿Te parece poco esa experiencia? Jesús, el Hijo de Dios, nos ama de esa manera que a nosotros también nos gustaría amar. Lo hemos experimentado con y en nuestros propios hijos. Y también con amigos o personas que mantenemos cierta intimidad. Podemos suponer que no hemos sido creados, demostrado ese amor, para acabar como vemos que vamos acabando. Se deduce que la vida se nos ha dado para vivirla gozosamente y para siempre, y ahí entra Jesús en nuestra vida.
Está claro, principalmente porque lo dice Él, que tiene Palabra de Vida Eterna, pero porque también nosotros lo vamos deduciendo a lo largo de nuestra vida. Y junto y en Él lo veremos más claro. Sería un golpe bajo nacer para morir.
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