(Jn 20,1-9) |
La espera debe ser tensa y también desilusionada. Muchos discípulos se habían escondido y otros se disponían a regresar a sus lugares de orígenes. La sensación era de fracaso, de resignación y de abandono. Al parecer todo había terminado. No esperaban nada, al menos no se habían enterado de lo que iba a acontecer. Sin embargo, nosotros si lo sabemos, precisamente por ellos. Y a ellos damos también las gracias, porque gracias a la Iglesia, que ellos en el Espíritu Santo han sostenido y transmitido, nosotros, hoy, conocemos que Jesús, el Hijo de Dios, ha Resucitado.
Son las mujeres la que dan la voz de alarma. Precisamente las mujeres, las más débiles, las que no tenían ni voz ni voto en aquella cultura. Dios toma siempre lo más débil. Y, Juan y Pedro, sorprendidos, "pues hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos", corrieron despavoridos hacia el sepulcro. Y el Evangelio de Juan lo narra así: "Salieron Pedro y el otro discípulo, y se encaminaron al sepulcro. Corrían los dos juntos, pero el otro discípulo corrió por delante más rápido que Pedro, y llegó primero al sepulcro. Se inclinó y vio las vendas en el suelo; pero no entró. Llega también Simón Pedro siguiéndole, entra en el sepulcro y ve las vendas en el suelo, y el sudario que cubrió su cabeza, no junto a las vendas, sino plegado en un lugar aparte. Entonces entró también el otro discípulo, el que había llegado el primero al sepulcro; vio y creyó".
Comentaba antes que nosotros sabemos el desenlace. Y eso supone cierta ventaja, pero también una dosis de fe bien alta, porque no le vemos ni le experimentamos tan directamente como ellos, sin embargo tenemos el testimonio de sus palabras y sus experiencias. Y también de tanto otros que les creyeron posteriormente y lo han experimentado en sus vidas.
Sin embargo, nosotros tenemos muchas razones para abrir nuestros corazones y dejar entrar la Luz que nos inunda y cantamos en el salmo 117, porque, en Jesús se cumple todo lo que ya se había sido profetizado, antes de su venida, en su misma venida y durante su vida, y después de su muerte. La Resurrección es el culmen de la promesa y glorificación del Padre: "Este es mi Hijo amado, mi predilecto, escuchadlo".
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