Mc 9,14-29 |
Cuando leo este Evangelio constato que mi fe es muy poca. No sé cómo decirlo, pero si creo que Dios lo puede todo y nada se le resiste, al mismo tiempo dudo de que pueda lograr ese milagro o curación concreta que deseo y que tengo en la cabeza. También, y estoy de acuerdo, que la oración es necesaria, pero saber que medida o que tiempo de oración se escapa a mi corta inteligencia y sabiduría.
No dudo, pero mi naturaleza humana, herida por el pecado, no tiene la capacidad para creer con la profundidad que permitiría la acción del Espíritu de Dios y su poder de curación. Pero, eso no derrota mi confianza ni mi postración ante el poder de Dios. Creo, con toda la fuerza de la que soy capaz en el Señor Jesús, el Hijo de Dios Vivo, enviado por el Padre tal y como Él revela. Y confío que, cuando Él lo decida, mi fe aumentará hasta el punto de hacer su Voluntad.
Voluntad que está muy clara, pues nos la ha dejado revelada en la Palabra y Obras del Hijo predilecto, el enviado para salvar al género humano. Esa voluntad de amar como el Hijo nos ha amado y revelado que nos ama el Padre. Una Voluntad que se concreta en hacer lo mismo con todos los hombres que participan de nuestra vida y a todos los que podemos llegar.
Pero, volvemos a lo mismo, para eso se necesita fe y estar abierto a la Gracia del Espíritu que nos fortalece y asiste para tal misión. Una fe a la que hay que esperar y confiar, pero sobre todo, orar. Nos lo dice Jesús: «¿Por qué nosotros no pudimos expulsarle?». Les dijo: «Esta clase con nada puede ser arrojada sino con la oración».
Tengamos, pues, paciencia y confianza. Y seamos perseverantes y tenaces en no desfallecer. Esa, quizás, sea la prueba que nos demuestre que si tenemos fe, la de perseverar a pesar de nuestras dudas, nuestras decepciones, nuestros fallos y pecados. El Espíritu Santo nos fortalecerá y nos dará, cuando sea conveniente y oportuno, la fe que necesitamos para ver con claridad y firmeza.
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