Cada vez que leo este Evangelio me surge la misma pregunta: ¿La gente que estaba en aquel entierro creyó? Es un interrogante que siempre me planteo, porque presenciar un milagro de estas características debe marcarte para toda tu vida y originar un cambio en tu vida. De no ser así diría que no lo entiendo o que el Maligno ciega tu vista y tu mente.
Y algo parecido debe ocurrir hoy cuando la gente se queda tan tranquila ante la experiencia de la muerte. La Palabra de Dios debe servir para alertarnos y despertarnos. No estamos de paso en esta vida. Hemos sido creados por Dios y no para morir al cabo de un tiempo, porque no somos animales, sino que tenemos alma y capacidad para darnos cuenta del Amor Infinito de nuestro Padre Dios. Su Hijo, nuestro Señor Jesús ha venido a este mundo para decírnoslo y rescatarnos de la esclavitud del pecado para salvarnos.
Por lo tanto, sigue en pie mi sorpresa y mi capacidad de asombro al no comprender como es posible que la gente no responda ante esta promesa de Jesús de parte de su Padre. Porque, lo que nos dice Jesús es lo que realmente palpita en mi corazón y lo que realmente deseo. Y eso no me pasa a mí sólo sino a todos. Dentro de nosotros hay una aspiración a la felicidad y eternidad. Luego, ¿por qué entonces no creerle a Jesús que ha vencido a la muerte, no sólo en Él sino también en los que ha resucitado?
Y digo que fue todo lo contrario a lo que sucedió con el centurión porque él si supo darse cuenta que Jesús, por lo que había oído, que Jesús tenía el favor del Padre Dios y lo que decía se cumplía. Por eso reclamó su intervención desde donde estuviese para que sanara a su siervo. Por qué, entonces, no tratamos de pensar serenamente y reflexionar al respecto. ¿Acaso no nos importa esa posibilidad que tenemos de vivir eternamente en plenitud de felicidad?
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