La inmediatez es uno de los grandes peligros que hoy nos acechan. Vivimos en un mundo donde el deseo se plasma rápido, o, al menos, esa es la intención que todos buscamos. Queremos las cosas con efecto inmediato y hasta curarnos rápidamente. Da la sensación que se lucha contra el tiempo y todo lo que no sea inmediato pierde su valor y no interesa. Hemos pedido la paciencia y no admitimos la espera y el tiempo que se necesita para madurar.
Mc 8,22-26 |
No hay tiempo para esperar, para la reflexión serena y paciente donde el corazón se vaya suavizando y ablandado a la acción del Espíritu. Hasta la conversión la metemos en esa carrera del consumo, de los efectos inmediatos, de las prisas y de la productividad, hasta el punto de medir en términos de rentabilidad la evangelización. ¡Dios mío, una locura!
Ante toda esta barbarie, Jesús nos enseñas a saber esperar, a medir el tiempo con paciencia y serenidad. A dar pausas y espacio a cada momento de nuestra vida; a dejar tiempo y oportunidades de maniobrar al Espíritu Santo que actúa dentro de nosotros. A aceptar nuestra condición pecadora y a acoger la Gracia de Dios según su Voluntad con obediencia sumisa y humilde postrados a sus pies. A aceptar su Voluntad tal y como Él quiera regalárnosla. Tú, Señor, eres el Señor del tiempo y del espacio, de la V ida y de la muerte
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