Es indudable que el camino del cristiano no es un camino de rosas. Seguir a Jesús trae consecuencias. Su final es la Cruz. Una Cruz que Él dignifica y levanta hasta ser signo de salvación. Mientras, antes de su Crucifixión, la cruz era el suplicio más atroz y vergonzoso de su tiempo. Hoy, la Cruz, tras la muerte de Jesús, es el signo de Salvación de todos los que creen en Él.
Y, sin embargo, no queremos mirar para ella. Pasamos de largo, indiferentes ante tanto sufrimiento de migrantes, de niños explotados y carentes de lo más imprescindible para tener una vida digna. Miramos para otro lado ante los mal llamados derechos de la mujer para el aborto e incluso protestamos porque no estamos lo suficiente cómodos y acomodados en una vida sin problemas. Hablamos y decimos, pero nuestras palabras no llegan a surtir efecto ante el sufrimiento de los que lo están pasando mal.
¿Qué nos ocurre? ¿Por qué la sociedad no se activa y trata de poner solución a tantos problemas? Realmente, ¿miramos la Cruz en la que contemplamos como Cristo dio su Vida por todos nosotros? ¿O nos limitamos a protestar porque todavía no nos parece cómoda nuestra vida? Es cuestión de sensibilidad y de experimentar que el sufrimiento de muchos es debido a la poca preocupación de otros.
Las políticas que hoy se trazan se hacen mirando a los intereses de partidos y a los de mantenerse largo tiempo en el poder con la intención de situarse e instalarse económicamente en la sociedad. No se mira para el que sufre y está tumbado en la cuneta. Pasa el levita, el sacerdote y también nosotros y volvemos la mirada para otro lado. Quizás esa tendrá que ser nuestra reflexión, ¿estamos realmente preocupados por luchar en construir un mundo mejor, más solidario y justo?
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