Lc 15,1-3.11-32 |
Es,
precisamente, de eso de lo que nos habla Jesús en esta hermosa parábola del
hijo pródigo o, mejor, el Padre misericordioso. Es eso lo que quiere, el Señor,
que nos demos cuenta, de que nuestro Padre no es un padre cualquiera. Es el
Padre de la misericordia y, no solo nos perdona, sino que está siempre
esperándonos con los brazos abiertos. Ahora, ¿dónde estás tú? En la actitud del
hijo menor, que rompe con el Padre y se va de su lado. Pero, llegado la
realidad de la vida, reflexiona, se da cuenta y se levanta – conversión – y regresa
a su Casa con el Padre.
O,
te mantienes en la actitud del hijo mayor, que, aparentemente cumpliendo las
órdenes del Padre, no está en sintonía con Él. Su corazón está lleno de egoísmo,
ambición, envidia, rencor y alejado de misericordia. Es la misma actitud del
fariseo que veíamos en el Evangelio del sábado. Suficiente y, por tanto, no
necesitado. Le basta con cumplir la ley, pero, se aleja del espíritu de ésta.
Se olvida de la misericordia, de la que él cree no necesitar.
La
lección nos enseña a descubrir un Padre Infinitamente Misericordioso que no nos
pide cuenta de nuestros errores y pecados. Un Padre que no se olvida de
nosotros y se mantiene expectante y en misericordiosa espera. Un Dios Padre que
solo nos pide que volvamos a Él, que seamos humilde y le reconozcamos como
Padre Bueno que nos da la vida y todo lo que tenemos y somos. Un Padre, que, no
solo nos espera y acoge, sino que nos cubre – túnica – nuestras faltas; nos
devuelve nuestra dignidad de hijos perdida al irnos de casa – alianza – y nos
limpia el fango de nuestros pecados – sandalias – arrastrados por esos caminos de
perdición.
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