(Mt 8,23-27) |
Supongo que los miedos son inherentes a nuestra propia naturaleza. Por ellos hacemos muchas cosas que nos viene bien y que de no tenerlos podrían perjudicarnos. Ya nos dice el refranero que hombre prudente vale por dos, y eso no es sino la prevención ante temores y miedos sobre los que nos pueda ocurrir.
Las seguidores y creyentes en Jesús no deberíamos sentir miedos, porque Jesús es el Señor a quien los vientos, las tempestades, todo lo creado se rinde a sus pies. Incluso la propia muerte. Él es el Señor de la vida y la muerte, y en Él nada debemos temer.
Nuestros miedos pueden convertirse en termómetros que miden nuestra fe, pues en la medida que puedan sobre nosotros nos dirán que nosotros dudamos mucho de Jesús. Ese es el pasaje del que nos habla hoy el Evangelio. Los discípulos sintieron miedo y despertaron a Jesús. Por un lado, dudan de que estando en y con Jesús les pueda pasar algo, pero por otro lado, le despiertan con la esperanza de que Él pueda salvarle.
Y hoy a nosotros nos ocurre igual. En la travesía de nuestra vida nos encontramos con muchas tempestades: contratiempos, dificultades, enfermedades, fracasos, mentiras... Y sentimos miedos, dudas y deseos de abandonar. Nuestra confianza y fe se tambalea y nos pasa por la cabeza el pararnos, el instalarnos, el buscar seguridades que luego experimentamos como falsas y aparentes.
Y volvemos nuestra mirada a Jesús. No hay otro, solo Él tiene Palabra de Vida Eterna.
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