(Mt 9,27-31) |
Aquellos dos ciegos ya veían la Divinidad de Jesús. Ellos afirmaron que Jesús era el enviado, el Hijo de David, y con ese presagio de esperanza se ponen en camino y lo buscan. Saben de su ternura y de su Misericordia, y confían en su perdón y sanación por el amor.
Y quien busca encuentra. En la presencia del Señor le suplican que vean, y responden a la pregunta de Jesús. Están convencidos y confiados en que Jesús les puede dar la vista, y así sucede. Ven la luz del mundo, pero ya, hacía rato, veían la verdadera y única luz, la Luz del Hijo de David, el Mesías enviado para salvarnos.
Hace unos momento he imprimido una frase de (Is 7, 14b-15)
Mirad: la
Virgen está
encinta y dará a luz un hijo, y le pondrá por nombre Emmanuel (que significa
“Dios-con-nosotros”). Comerá requesón con miel, hasta que aprenda a rechazar el
mal y a escoger el bien. Con la intención de llevársela a los hermanos cautivos en la cárcel y compartir con ellos esa esperanza del Mesías que está anunciado que va a nacer muchos siglos antes de que se produzca. Isaías nace hacia el 765 a.C.
¿No es esto un milagro? Una profecía hecha más de siete siglos y que tiene su cumplimiento en el nacimiento de Jesús. Verdaderamente no hay que ir muy lejos para encontrar verdaderas razones que testimonian y dan razón del nacimiento del Señor y de sus orígenes divinos.
Aquellos dos ciegos veían más claro que muchos de su tiempo y también del nuestro. Veían con los ojos de la luz del corazón, y veían lo que realmente es necesario e interesa ver: que Jesús es el verdadero Hijo de Dios, el Mesías esperado donde apoyamos todas nuestras esperanzas de salvación. Verdaderamente aquellos dos ciegos, con sus ojos físicos opacos a la luz, supieron ver la Luz Verdadera.
Pidamos al Señor que también nosotros veamos la verdadera luz que se nos esconde, deslumbrados por la luz, caduca y opaca, que nuestros ojos físicos alcanzan a ver.
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