(Lc 16,19-31) |
Está claro que el hombre busca dinero, porque piensa que la riqueza es sinónimo de felicidad. Por supuesto que el dinero da poder y mando, y también influencias que abren muchas puertas de este mundo. El dinero consigue superar momentos difíciles y enfermedades, pero la experiencia última del hombre le descubre que el dinero no lo puede todo. Y menos, lo que te da no es eterno sino caduco y perecedero.
Esa experiencia real contiene una pregunta: ¿De qué me vale ganar esta vida, si pierdo la más valiosa y eterna? De nada vale, pues, ser rico, si eso va a suponer perder el Tesoro más valioso, la Vida Eterna.
El Evangelio de hoy nos habla de esa realidad. A través de la parábola del rico epulón y del pobre Lázaro, nos presenta la realidad cruda de la vida. Mientras el rico se banquetea y vive una vida despreocupada, llena de placeres y satisfacciones, pensando en sólo apetecer a su egoísmo, Lázaro, pasándolo mal, yace carente de lo más elemental para vivir. La codicia y avaricia de unos contrasta con el sufrimiento y la pobreza de otros.
Mal gasta su vida, su tiempo y su dinero consumido en basuras que no tardarán mucho en desaparecer, porque son caducas y efímeras. La vida es nuestro gran tesoro y nuestra oportunidad para compartir toda la riqueza que se nos ha dado con los demás. Sobre todo con aquellos que más lo necesitan. Riqueza que no consiste solamente en lo material, sino también toda nuestra riqueza espiritual.
En este año de la Misericordia, proclamada por el Papa Francisco, pidamos al Espíritu de Dios vivir las obras de Misericordia, corporales y espirituales, como tesoro de todas nuestras riqueza recibidas.Será la mejor forma de compartirlas.
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