Queremos que se nos aparezca el Señor, o queremos que nos haga una señal o ver un signo que nos indique lo que debemos hacer, pero, ¿estamos preparados para eso? Hoy vemos en el Evangelio como Jesús se les aparece a los discípulos por tercera vez y estos quedan desconcertados, inseguros de que sea Él. Temen, incluso, preguntarles.
Me pregunto, ¿cómo nos quedaríamos nosotros ante una aparición del Señor? ¿Sabríamos responder? A veces hemos experimentado una desazón enorme cuando hemos sentido su cercanía, o hemos intuido que nos ha sacado de un apuro o cualquier otra experiencia.
No es la primera vez que Jesús se les aparece, y no le reconocen. Juan sospecha cuando observa el resultado de la pesca y Pedro, impetuoso, no duda ni un instante en acercarse al Señor. Pero no se atreve a decirle nada. Quizás, a ti y a mí nos ha ocurrido alguna vez algo parecido. Intuimos que el Señor está delante de nosotros, pero no le vemos claramente. Experimentamos que nos acompaña y nos habla, pero quizás no llegamos a oírle o escucharle. El ruido de nuestra vida, el resultado de nuestro trabajo o las emociones del momento nos distraen y nos sumergen en otras intenciones.
Posiblemente, el Señor, prepare unas brasas y tenga un pez para nosotros, y nos invite también a que nosotros pongamos algunos peces de nuestro trabajo. En el Sagrario está permanentemente esperando ese momento. ¿Tenemos tiempo para Él, y para comer con Él?
Sería bueno dialogar con Jesús y mostrarle los peces de nuestra vida, lo que hemos pescado en nuestras familias, en nuestros trabajos, en nuestros grupos de amigos o parroquias. Sería bueno estar atento a las invitaciones del Señor, y pedirle que nos abra los oídos, los ojos y el corazón, para que cuando Él esté por los alrededores de nuestras playas no dejémosle de advertirlo y acercarnos para comer con Él.
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