(Mt 5,20-26) |
Las apariencias esconden las intenciones malas. Por eso son malas y falsas, porque sólo lo que respira verdad, a pesar de estar el aire contaminado huele bien. Huele a verdad, a seriedad, a confianza, a auténtico y a rectitud. Lo que está bien pensado, aun equivocado, se nota, porque se corrige y se perfecciona. Las buenas intenciones respiran pureza y verdad.
Por eso, nuestra justicia no puede reducirse al simple cumplimiento, porque la intención le sobrepasa. Hay muchos delitos que, a simple vista, no se pueden condenar jurídicamente, pero, moralmente son delitos y faltas contra el prójimo. No comete delito aquel que lo consuma. Por ejemplo, quien mata, sino también quien no matando quiere, en y con su pensamiento, matar.
Nuestra lengua y nuestro pensamiento son armas de pecado. Y, aún cuando no se pueden señalar, se descubren y confiesan en lo más profundo del corazón humano. Matamos con nuestras criticas destructivas y mal intencionadas. Matamos con nuestra lengua que señala e insulta y maldice. Y muchas veces no podemos controlarnos. Ocurre como con los sentimientos, entran y salen en nuestra mente sin pedirnos permiso. No podemos impedírselos, pero sí podemos someterlos y nos dejarlos hacer lo que desean.
De la misma forma podemos acallar nuestras lenguas y silenciarlas, y desviar nuestros pensamientos hacia espacios serenos, neutros y bien intencionados. ¡Claro!, es una lucha constante y sin tregua. Ese es el camino y la cruz. Esa es la puerta estrecha; ese es el ayuno, la penitencia, el sacrificio y la causa de estar conectado siempre al Espíritu Santo y en constante oración. La necesitamos para actuar rectamente de pensamiento, palabra y buena intención.
Por todo ello, nuestro camino tiene que ir acompañado de la oración. Es lo que no debe faltar nunca en nuestra simple y sencilla mochila. La oración que nos fortalece y nos descubre que nuestro corazón debe de ser bien intencionado y justo.
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