(Jn 11,45-56) |
La suerte estaba echada. Habían decidido prenderle y matarle. Jesús, al proclamar su Palabra, prometía llevarse a todos detrás de Él. Su Palabra arrastraba y sus Obras daban testimonio de su Palabra y de su Amor. El Sanedrín temía por su integridad y por la nación. Justificaban sus miedos aduciendo la destrucción de la nación por los romanos, que anteponían a la Palabra de Jesús y a confiar en Él.
Sus temores les impedían ver la Luz que tenían delante, y andaban en la oscuridad. Temían al poder romano y no se percataban del Poder de Dios y de las Obras de su Hijo, Jesús, nuestro Señor. Estaban ciegos y llenos de oscuridad, y en esas deliberaciones, uno de ellos, que era el Sumo sacerdote de aquel año, les dijo: «Vosotros no sabéis nada, ni caéis en la cuenta que os conviene que muera uno solo por el pueblo y no perezca toda la nación».
Jesús, conocedor de lo que se maquinaba contra Él, ya no andaba públicamente con los judíos, sino que se retiró a la región vecina, al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y pasaba allí el tiempo con los discípulos. Se acercaba la Pascua y todo se iba cumpliendo tal y como estaba profetizado. Jesús estaba en busca y captura, diríamos hoy, y condenado a muerte. La condena era por el hacer el bien y proclamar el amor entre los hombres. Un amor salvífico, que es la mejor arma y defensa para conseguir la liberación y la salvación del hombre.
Porque, quienes aman buscan la paz; porque quienes aman trabajan por la justicia; porque quienes aman se esfuerzan en la convivencia fraternal y en el bien para todos los hombres, sin distinciones de raza, de color, de pueblos y de privilegios. Porque quienes aman harán de este mundo, un paraíso donde puedan vivir todos los hombres en igualdad de derecho y en fraternidad verdadera.
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