(Lc 24,13-35) |
Aquel domingo de Resurrección se ha detenido y se ha hecho Eterno. Siempre es Domingo, porque Jesús Vive Eternamente. Sin embargo, muchos hombres lo han matado perdiendo la fe y rechazando su invitación a la vida. Quizás nosotros mismos nos identificamos con los de Emaús. Los de Emaús del regreso, aquellos para los que todo había acabado.
¡Qué pobre es la vida sin esperanza, cuyo destino está pensado que termine con la muerte! ¿Es éste un mundo válido y que vale la pena vivir? ¿No hay contradicción entre lo que sentimos dentro de nosotros mismos y lo que esperamos encontrar? Si anhelamos la vida y la eternidad, ¿cómo que nos resignamos a morir? ¿Nos parece mucha exigencia la Cruz? ¿No la descubrimos en la familia y en nuestros hijos? ¿No estamos dispuestos a sacrificarnos y hasta dar la vida por nuestros seres queridos? ¿Y cómo no por alcanzar el gozo y la felicidad plena? ¡No sólo para nosotros, sino para todos!
¡No!, no nos valen los de Emaús. No nos valen en su regreso. Queremos identificarnos con ellos a partir del encuentro con aquel desconocido y su actitud de compartir con él y escucharle. Porque, también a nosotros nos está preguntando y respondiendo, y enseñando todo lo que dicen las Escrituras.
La cuestión es preguntarnos si realmente le escuchamos hasta el punto de que se encienda nuestro corazón. O simplemente seguimos empecinado con lo mismo y huyendo del compromiso del amor. La cuestión es revisarnos y abrirnos a su Palabra. Una Palabra resucitada, que nos acompaña y nos alienta en el camino. Una Palabra de Esperanza, que nos lleva a pasar por el compromiso de la Cruz, pero que en ella se experimenta liberada y salvada.
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