miércoles, 10 de mayo de 2017

EL ROSTRO DEL PADRE

(Jn 12,44-50)
Todos sabemos lo que significa representar a alguien. Estar en lugar del alguien y ocupar su lugar para hacer, por mandato, lo que esa persona haría. Pues bien, hoy Jesús nos dice que quien cree en Él, no simplemente cree en Él, sino que cree en el Padre. Y, de la misma forma dice que quien le ve a Él ve al Padre que lo ha enviado. Una vez más, el Señor nos alerta sobre su unidad e igualdad con el Padre.

Pero, también nos dice que quien no cree en Él, ni tampoco le sigue ni cumple sus mandatos, no será juzgado por Él, pues es la Palabra quien le descubre, le delata y le juzga. Todos sabemos como actuamos en la vida. Y también, indudablemente no lo ignoramos, lo que hacemos bien y lo que no. Sabemos de nuestros pecados y egoísmos. Y deducimos el premio que merecemos. Nadie ignora su conducta, pues de ser así quedaría absuelto.

¿Qué ocurre entonces? Algo así como si estuviésemos sedados y dormidos, y no nos diésemos cuenta de cómo vivimos y qué hacemos. Y, también, que mientras todo vaya bien, nos gusta y no queremos movernos de esa situación. Por eso la lógica de que a los ricos les costará más el cambio. Entendiendo por rico, no sólo aquellos que atesoran riquezas, sino los que viven bien, cómodamente instalados y la vida les va aceptablemente bien.

Salir de esas situaciones demanda esfuerzo y sacrificio. Y, posiblemente, no se hace si no nos vemos forzados al cambio, al movimiento, a la conversión. Por eso, toda conversión va precedida o acompañada de un encuentro, de una experiencia, de una salida de tu propio estatus o situación extrema. O de una búsqueda de la verdad, de una respuesta a tus interrogantes.

Abramos los oídos y dejemos que la Palabra de Jesús inunde nuestros corazones, que haga nido en ellos y nos vaya transformando, para que nuestro sentir y obrar vaya de acuerdo con su Palabra.

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