(Jn 13,16-20) |
No es el discípulo más que el maestro, lo que significa que la grandeza no está en ser más sino en servir. Y el servicio empieza por la humildad y hacerse pequeño, hasta el punto de ser el último para darse entero y hasta el final. Pero esto no consiste sólo en actividad de servicio, sino en aceptar las diferencias, la formas de pensar y también de vivir. Diríamos que servir es amar sin pedir nada a cambio ni tampoco esperar.
Y digo, ni tampoco esperar, porque la conversión es obra del Espíritu Santo que transforma nuestros corazones si se lo abrimos. Nosotros no podemos y sólo nos limitamos a tratar de amar, por y con la Gracia de Dios, y esperar los frutos que siempre los recogerá el Señor. Nuestra tarea es la de perseverar en el servicio mutuo poniendo siempre actitudes de concordia, de fraternidad, de justicia y de paz.
Y, ¿cómo perseverar? Acercándonos los unos a los otros y perseverar en la unidad, en la oración y, sobre todo, en la comunión, alimento que nos sustenta y nos mantiene fuertes y dispuestos a darnos por amor. Porque, cada Eucaristía nos debe servir para fortalecernos en el servicio y en la renuncia del amor. Cada Eucaristía nos debe ayudar y capacitar, injertados en Xto. Jesús, a amar como Él nos ama y a esforzarnos en morir a nuestros egoísmos y pecados para renacer al verdadero amor.
Igual no nos lo creemos; igual no nos sentimos con fuerza y voluntad para ir muriendo a nuestras vanidades, apegos, egoísmos, y tendemos a desmoralizarnos y a dejarnos llevar por la corriente. Igual las dificultades de la vida nos abruman y desistimos. Pensemos, ¿no le ocurrió a la Virgen eso? ¿No le ocurrió también a los apóstoles y a todos los que han tratado de seguir al Señor? Pues, también a nosotros, pues los discípulos no somos más que el Maestro.
Eso sí, sostengámonos fieles y perseverantes en el Señor para que nuestra vida sea capaz de, muriendo a sí misma, pueda dar frutos que alimenten y den luz a otros.
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