miércoles, 31 de mayo de 2017

EN LA ACCIÓN DEL ESPÍRITU SANTO

(Lc 1,39-56)
Sin lugar a duda, si lo piensas detenidamente, Isabel, la prima de María, fue asistida y llena del Espíritu Santo cuando dijo: «Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu seno; y ¿de dónde a mí que la madre de mi Señor venga a mí? Porque, apenas llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo el niño en mi seno. ¡Feliz la que ha creído que se cumplirían las cosas que le fueron dichas de parte del Señor!».

Porque, Isabel, no sabe nada respecto al estado de María, y menos, sobre la anunciación del Ángel Gabriel y la elección y misión que Dios presenta con el Ángel a María. Y, para más asombro, que ese que María alberga ya en su seno es el Hijo de Dios. Luego, por sentido común, Isabel fue asistida e iluminada por el Espíritu Santo para dar ese anuncio de bienvenida a María.

Y, si todavía se quiere más, observemos como Isabel exclama y experimenta ese salto que su hijo dio en su seno, afirmando también el gozo de aquella que se ha fiado del Señor. Da la sensación que Isabel presenció la anunciación del Ángel Gabriel, o que el Espíritu de Dios está actuando en Isabel e iluminándola para que sus labios expresen esa maravilla de confesión.

En muchas ocasiones he proclamado este acontecimiento de la visitación como un milagro y una prueba más de la manifestación de Dios a los hombres. Y ni que decir tiene lo que sucede después, el canto del Magnificat. Como María da rienda suelta a su confianza y fe en el Señor proclamando esa maravilla de canto, de manifestación gozosa y agradecida por todo lo que Dios hace en ella: «Engrandece mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi salvador porque ha puesto los ojos en la humildad de su esclava, por eso desde ahora todas las generaciones me llamarán bienaventurada, porque ha hecho en mi favor maravillas el Poderoso, Santo es su nombre y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen. Desplegó la fuerza de su brazo, dispersó a los que son soberbios en su propio corazón. Derribó a los potentados de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos colmó de bienes y despidió a los ricos sin nada. Acogió a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia -como había anunciado a nuestros padres- en favor de Abraham y de su linaje por los siglos».

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