Hoy, Jesús nos habla de la paz, y nos la ofrece. Sin embargo, nos advierte que su Paz no nos la da como la da el mundo. Un mundo que la impone y la exige con condiciones, y, de igual forma la quita. Una paz establecida en la conveniencia y el interés. Una paz apoyada en la fuerza, la ambición y el egoísmo. Una paz frágil que vive expectante en la frontera con la guerra.
La Paz de la que Jesús nos habla es la Paz del amor. Una Paz que vive en el servicio, en la generosidad, en la justicia y que se desvive porque todos vivan en ella. Una paz capaz de soportar las vicisitudes del camino en la enfermedad, en los peligros, en las guerras del pecado y en la propia muerte de este mundo, pero que, unido a la Muerte de Jesús en la Cruz, triunfará y Resucitará a la vida. Porque la vida sólo se puede sostener en la Paz.
Una Paz que nace del dolor, del sacrificio, de la humillación y de su amor misericordioso al ser humano. Una Paz que brota del sufrimiento que el pecado origina en este mundo y que nos afecta a todos, y que termina con la muerte, para resucitar a la vida por el Amor de Dios. Una Paz que, tras el dolor y sufrimiento de la Cruz, Jesús, el Señor, nos deja, para que también nosotros pasemos inevitablemente por él y podamos sostenernos en ella.
Una Paz que, el Señor, nos la recuerda en cada una de sus apariciones a los apóstoles saludándolos con la Paz. Una Paz que será nuestro escudo de cada día para sostenernos en el amor ante los sufrimientos y adversidades de este mundo. Una paz que nos viene del Señor y en el que queremos seguir a cada instante de nuestra vida.
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