(Mt 8,23-27) |
Nos ha ocurrido muchas veces, y nos seguirá ocurriendo. Quizás a unos más que a otros, pero todos experimentamos momentos pesarosos y duros en el camino de nuestra vida. Son las llamadas tempestades, que nos azotan y envuelven y nos hunden en depresiones, locuras o desesperanzas. Posiblemente, cuando leas estas humildes letras, irás recordando las tuyas propias. Pero, también, te sentirás orgulloso/a de haberlas superados. O, al menos, estar en esa actitud.
Porque el camino seguirá así hasta el final. Decíamos ayer que la lucha es diaria, constante y dura. Levantarnos cada mañana cuesta. La tentación de abandonarnos y dejarnos ir nos acecha y nos tienta. Seguir caminando es la consigna, pero exige esfuerzo y perseverancia. Sí, conviene tomarte un vaso de agua por el camino para refrescar, pero siempre con el ánimo de seguir.
No cabe ninguna duda que si no tienes claro tu meta en ese horizonte donde se pierde tu mirada, la fatiga termina por vencerte. La meta es importante, porque ella, aunque no la veamos, o la veamos lejos, nos dará fuerza para seguir remando contra corriente. Pero, tu meta no puede ser cualquier meta. Debe de ser una Meta que de Vida, Vida Eterna. Porque, tras el esfuerzo del camino, y el agotamiento que nos exige, encontrar una meta que vuelve a morir no apetece mucho. Ni tampoco da fuerzas para seguir la lucha.
Hay que insistir y despertar al Señor. Al Señor, dueño Absoluto de los vientos y las tempestades. Dueño Absoluto de la Vida, y dador de Vida Nueva y Eterna. Pero, despertarlo en la fe de sabernos bien cuidados y salvados. Él, nos ha traído la Buena Noticia de Salvación enviado por su Padre.
Y nos ha revelado el Amor Infinito y Misericordioso que nos tiene. Y el gran regalo de querer llevarnos con Él, a vivir una vida nueva llena de gozo y plenitud.
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