(Mt 11,25-30) |
El hombre en cuanto sabe algo se cree grande e inteligente. Esos son los sabios de este mundo, que han descubierto algunas cosas que estaban ocultas a los ojos de los demás, y se creen entendidos y dueños del universo. Observamos que brilla por su ausencia la humildad y sencillez.
Hoy, Jesús, bendice al Padre porque revela el misterio de la salvación al hombre humilde y sencillo: «Yo te bendigo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has ocultado estas cosas a sabios e inteligentes, y se las has revelado a pequeños. Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce bien al Hijo sino el Padre, ni al Padre le conoce bien nadie sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
El Señor deja muy claro la condición necesaria e imprescindible para abrazar el Evangelio. La Buena Noticia de Salvación. Son, precisamente, los sabio e inteligentes los que por su presunción de sabios se cierran a la Verdad y a la Salvación. Sólo, los capaces de humillarse, tal y como hizo María, la Madre humilde y sencilla, pueden alcanzar esa Buena Noticia de Salvación.
Sin esa condición nos cerraremos a la Verdad. Y lo experimentamos personalmente, pues, sólo cuando somos capaces de ser humilde, no sólo abrimos nuestro corazón a la Luz Divina, sino que experimentamos la paz y el gozo que da el descanso de descubrirnos a la Verdad. Es, precisamente, en el Señor donde encontramos nuestro descanso y paz.
Porque, sólo, cuando nos esforzamos en ser mansos y humildes como Él, encontramos paz y sosiego. Comprendemos que sólo en la actitud de ser de los últimos, con la disponibilidad de servir por amor, podremos recibir la Luz de la Verdad.
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