(Jn 12,24-26) |
La semilla que no muere no da frutos. Dar frutos exige morir, para transformarte en vida y savia para alimentar esos frutos que otros necesitan. Morir es amar. O dicho de otra manera, el amor es la capacidad de entregarte y darte, hasta el extremo de poner y perder tu vida por salvar la del otro. Todos comprendemos que eso es así, y es en la familia donde experimentamos a lo que están dispuestos nuestros padres por salvarnos la vida.
En este contexto podemos entender y explicar nuestros sufrimientos, y también los de otros. Esta vida es un camino de cruz, y eso debe tener un significado claro, porque, de no tenerlo, las dudas y las tribulaciones nos harán perder el rumbo y el camino de nuestra meta. Debe estar claro, porque de esa manera estaremos en disponibilidad de aceptar y soportar los avatares de la vida. No sólo en la nuestra, sino también en la de los demás.
Es de sentido común que nunca entenderemos el sufrimiento, y que nadie quiere sufrir. Jesús, el Señor, no ha venido para hacernos sufrir, sino todo lo contrario. Para salvarnos, pero, antes tendremos que darle sentido a ese sufrimiento, causados por nuestros propios pecados. Él también, sin ninguna culpa, los sufrió, y los aceptó para merecer nosotros nuestra salvación y Misericordia de Dio. Por su Pasión y Muerte estamos salvados, y lo descubre y lo canta la Gloria de su Resurrección.
De la misma forma, el Padre, por la Gracia y méritos del Hijo, nos resucitará a nosotros también. Pero, antes hay que morir como la semilla para dar frutos. Eso frutos que se desprenden de nuestra entrega, de nuestros sacrificios, de nuestros esfuerzos, de nuestra misericordia, de nuestro soportar las inclemencias de aquellos que no entienden de amor, sino de egoísmos, y destruyen, explotan, esclavizan y matan para, equivocadamente, conservar sus vidas y, erróneamente, perderlas.
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