Jn 12,20-33 |
Siempre detrás de cada muerte hay un testamento. Un testamento que la propia vida se encarga de descifrar. Se exalta lo bueno de cada persona y, lo malo, casi se ignora o se perdona. Y se entiende que la vida entregada al bien de los demás es una vida que ha dejado buena cosecha de frutos. Es el momento donde todo queda al descubierto, y si algo queda oculto, la mirada divina lo desvelará.
Las Palabras de Jesús en el Evangelio de hoy son determinantes: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo de hombre. En verdad, en verdad os digo: si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda él solo; pero si muere, da mucho fruto. El que ama su vida, la pierde; y el que odia su vida en este mundo, la guardará para una vida eterna. Si alguno me sirve, que me siga, y donde yo esté, allí estará también mi servidor. Si alguno me sirve, el Padre le honrará».
Y si no las entendemos corremos un grave error. Esta vida no nos vale, porque es una vida caduca que, bien o mal vivida acabará, y lo que acaba no vale. Buscamos lo eterno, lo que, siendo bueno no acaba y dura en el tiempo. Entonces, este mundo que nos seduce y trata de embaucarnos no nos sirve sino como medio para ganarnos el importante y eterno. Y nos sirve en la medida que odiamos nuestra vida para ganárnosla, porque de amarla y quererla en este mundo, la perderemos. Así nos lo ha dejado dicho Jesucristo, nuestro Señor.
El tiempo camina y se acaba. No es hora de mirar para otro lado ni de contar el tiempo como se consume. Es momento de reaccionar y de ponernos en sus Manos y de no perderlo de vista. Necesitamos sus fuerzas y su Gracia para dar nuestra vida y cosechar los frutos que la generosidad de nuestro amor cultiven para el bien de los demás.
Tratemos de ser luz en nuestro camino. Luz que, como la luna la recibe del sol, nosotros la recibimos de Dios y la, por su Gracia, transmitimos a los demás. El tiempo es oro.
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