(Mt 14,1-12 |
Si escarbamos un poco en el mundo descubrimos que hay muchas zonas contaminadas, podridas y hasta con un olor putrefacto y repelente. Afortunadamente las hay también de olor limpio, transparente y con buen perfume. Sin embargo, al menor descuido puedes contaminarte y quedar manchado. Conviene, pues, estar expectante y vigilante. La huella del mal está siempre presente y clavada en nuestro corazón. Vive en nuestra conciencia.
Por eso, cuando hacemos mal nuestra conciencia se despierta y no puede conciliar el sueño. Es lo que sucedió con el patriarca Herodes que tras haber mandado cortarle la cabeza a Juan el bautista, su conciencia le interpelaba y le recriminaba esa muerte. Sin lugar a duda, la voz de la conciencia nos alerta de nuestras malas acciones y eso nos ayuda a descubrir nuestros pecados.
Somos pecadores y eso significa que cometemos errores, pero también, nuestra naturaleza caída, nos sitúa en la posibilidad de levantarnos, arrepentirnos y enmendarnos de nuestros pecados. Eso nos ayuda a ser humildes y a pedir perdón y, sobre todo, a no dejar que nuestras conciencia se adormilen y nos dé todo igual.
Cuando se elimina a Dios de la vida o la conciencia del bien y mal, la vida, valga la redundancia, se oscurece y el mal aparece con fuerza. Perdemos la referencia de lo que está bien o mal y quedamos sometidos a nuestras apetencias y apetitos carnales. La vida se convierte en una búsqueda de tus egoísmos sin más miramientos que los tuyos propios. Los demás quedan al margen sin importarte nada.
Y, así, se llega a conclusiones disparatadas y sometidas al mal o a la venganza y al odio. La verdad molesta y cuando no se acepta se opta por acallarla y quitarla del medio, más la conciencia pervive y la recuerda y señala siempre. Por eso, vivir en la mentira será vivir un calvario, pues el bien le ha ganado la guerra.
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