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No cabe duda que en el momento de celebrar, de forma correcta, voluntaria y libre, el Sacramento del matrimonio, el hombre y la mujer se comprometen fidelidad y pertenencia. Y el romper este vínculo supone infidelidad y deseos impuros. No sólo se incumple contra el noveno, "no consistirá pensamientos ni deseos impuros", sino también contra el decimo: "No codiciarás los bienes ajenos", entendiendo que el hombre y la mujer, una vez unidos por el sacramento del matrimonio, son pertenencia corporal y espiritual bendecida por Dios para ambos y no pueden ser deseados ni desear a otros.
Y eso no está limitado por el hecho que se consuma ese deseo interior para ser acto de culpa, sino que sólo dejarlo entrar en tu pensamiento y aceptar ese deseo te señala ya como culpable de haber cometido tal delito. Por tanto, la lucha interior de no dejar asentar ese pensamiento en mi corazón, y menos desearlo, es la lucha de cada día y a la que tenemos que estar dispuesto.
No es cuestión de atormentarnos ni de tampoco desesperar por experimentar esas tentaciones a diario o con mucha frecuencia, propias de nuestra naturaleza humana, sino de esforzarnos en no consentirlas ni dejarlas entrar en nuestros pensamientos y menos gozar con ellas. Se trata de la lucha por cerrar la habitación de nuestros deseos y ponernos en actitud de cumplir la Voluntad de Dios tratando de ser fiel a nuestra promesa matrimonial y a la de los demás.
Y para ello debemos despojarnos de todo aquello que nos impide mantenernos fieles a nuestro compromiso sacramental, sea nuestros ojos o nuestros brazos, significando con ello que siempre será más valioso entrar en el Reino de Dios con un brazo que ir al infierno con los dos. Se trata de valorar más nuestra fidelidad que dejarnos llevar por nuestras pasiones y concupiscencias.
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