Mc 1,1-8 |
Juan anuncia la llegada del Mesías y nos invita a preparar el camino, también nuestro camino, para recibir al Señor en nuestro corazón. Una preparación que nos exige una mirada interior y otra exterior. Porque, lo preparado interiormente tiene repercusión en lo exterior. Podemos, para empezar, hacernos algunas preguntas que nos dispongan a abrirnos a la venida del Señor.
¿Qué tengo que mirar y tratar de ordenar o corregir dentro de mí? ¿Qué necesito enderezar, allanar, rellenar, nivelar, desalojar de mi corazón? ¿Acaso debo medir mi soberbia, mi ira, mi grado de prepotencia, mi vanidad, mi manera de pensar, mis egoísmos...etc?
Indudablemente que hay muchas cosas que revisar e igualar y, sobre todo, suavizar, revestir de bondad y mansedumbre para que mi corazón quede afinado y nivelado y su funcionamiento - diástoles y sístoles - sea preciso para seguir el ritmo y los pasos de Jesús. Pero, también tengo que levantar mi mirada hacia afuera y ver el desajuste de desniveles que han a mi derredor.
Se hace necesario, también afuera, rellenar hendiduras, barrancos, caminos torcidos y depresiones que impiden que las cosas se igualen y que haya justicia. Valores que son inherentes a la dignidad de la persona - verdad, justicia, bondad, misericordia, cercanía al excluid y marginado, generosidad, desprendimiento, gratuidad y todo lo que configura un Reino de paz, justicia y amor. Un Reino que viene el Mesías a establecer, y que Juan empieza a prepararnos y anunciarnos en el Jordán.
Y el punto de partida es nuestro bautismo, donde recibimos al Espíritu Santo. Ese mismo Espíritu que bajo sobre Jesús en el Jordan y que nos acompañará para darnos fortaleza, sabiduría, valor y esperanza para perseverar y seguir los pasos de Jesús.
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