Dios
nos ha creado para la vida – vivir eternamente en gozo y plenitud – y quiere que
todos sus hijos gocen de esa Vida Eterna. Él es la Vida, la Verdad y el Camino.
Vida en abundancia y felicidad y, fuera de Él, no hay nada, vacío y perdición.
Por eso, nuestro Padre, que nos conoce, deja la puerta abierta de su Infinita
Misericordia y nos perdona, dándonos siempre la oportunidad de levantarnos y
volver a Él. La parábola del hijo pródigo es un hermoso ejemplo de como nos
quiere y nos perdona nuestro Padre Dios.
Sin
embargo, nuestro Padre Dios quiere que decidamos nosotros. Nos ha creado en
libertad y nos toca a nosotros decidir. Ya en el – Deuteronomio 30, 15 – nos pone
esa posibilidad y quiere que, en plena libertad, le respondamos. De tal forma
que, la Misericordia con la que hemos sido tratados por Él, también la tengamos
nosotros con los demás, amigos y enemigos, creyentes y no creyentes.
¿Se
nos hace difícil, hasta el punto de que nos parece imposible? Sí, es evidente.
Nuestra naturaleza es débil y sometida al pecado. Jesús, el Señor, viene precisamente
a liberarnos, y esa es la clave, abrirnos a su Misericordia y Palabra.
Entonces, seremos fuertes y capaces de perdonar. Incluso a nuestros enemigos.
Partimos de que no vamos solos. Desde la hora de nuestro bautismo hemos
recibido al Espíritu Santo. El mismo que recibió Jesús en el Jordán a la hora
de su bautismo. Y, en, con y por Él seremos fuertes y capaces de que, nuestro
corazón se transforme en un corazón humilde, comprensivo, paciente, suave y
bueno. Recordemos la necesidad de ser persistentes y perseverantes tal y como reflexionábamos
el otro día.
No perdamos de vista que nunca podríamos ser recibido por nuestro Padre Dios si antes nosotros no recibimos misericordiosamente a nuestros hermanos. Esa es la condición, que no es otra que el amor. Amar a Dios y amar al prójimo. Sin el segundo no se puede vivir el primero. Claro como el agua y necesario la acción del Espíritu Santo.
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