El
amor, cuando es verdadero amor, trasciende, toca el corazón y habla a la
persona que recibe o experimenta ese amor. Porque, de no ser así, no es
verdadero amor sino un amor hipócrita, egoísta, narcisista, sustentado en
espejismos que, de la misma forma que aparecen, desaparecen.
Cuando
se ama, la mirada sale y, olvidándose de sí mismo, se preocupa, pide y ama al
que está delante de él. Porque, para amar se hace necesario salir de tu propio
corazón y darte al otro. Precisamente, al que sufre, al que lo necesita y padece
pobreza. Pobreza tanto material como espiritual.
A
veces sucede que, cuando las circunstancias y errores nos alejan y nos empujan
a caminar en otra dirección, que preferimos y deseamos, experimentamos y
descubrimos la luz que antes no veíamos y nos damos cuenta de lo que realmente
somos y cuál es nuestro destino: amar y amar al estilo de Jesús. La parábola
del hijo pródigo – Lc 15, 11-32 – es un ejemplo que nos puede ayudar a
reflexionar en este sentido.
No somos, al menos en muchos casos culpables de la dirección que toman nuestros hijos u otros que, en cierta manera, dependen de nuestro testimonio y educación. El recibir una buena educación, la cercanía o lejanía de ese ambiente no siempre garantiza una respuesta adecuada con lo recibido. Quizás entre dentro del misterio que se nos escapa y que solo Dios puede saber. A ti, como también a mí, nos corresponde dar lo mejor de nosotros mismos asistido y abiertos a la acción y asistencia del Espíritu Santo.
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