Desde
tu nacimiento, en el mismo instante de tu concepción, la semilla de la Palabra
de Dios ha sido sembrada en tu corazón. Una semilla de verdad, de justicia y de
amor. Una semilla llamada a dar frutos de amor sin condiciones ni exigencias.
Una semilla que si no muere no dará frutos. Y muere cuando dándose en todo su
ser se entrega al servicio de los demás por amor.
Sin
embargo, sucede que el mundo, diablo y carne nos seducen y, pronto, a las
primeras tentaciones, entregamos nuestra semilla sin apenas abrirla. Se la
comen los pájaros. Otros se mantienen algo más de tiempo, pero las primeras
dificultades ahogan su perseverancia y abandonan su semilla dejándola sin sembrar
ni cultivar. Hay otros que llegan a sembrar sus semillas, pero los afanes,
riquezas y placeres que el mundo les ofrece terminan por impedirles madurar y
dar frutos. Y, por último, los que perseveran, soportan las tentaciones y
hunden sus semillas en sus corazones y, escuchando la Palabra, son los que
maduran y dan frutos. Unos 30, otros 60 y otros 100 por ciento. Cada cual según
los talentos recibidos.
La
pregunta se cae por su propio peso: ¿Dónde te encuentras tú? ¿Qué tierra eres y
donde estás sembrando tu semilla? Responder a esas preguntas te corresponde a
ti. Nadie va ni puede responder por ti. Tú sabrás que haces con esa semilla –
Palabra de Dios – que ha sido sembrada en tu corazón.
—Creo
que lo importante es descubrir donde tengo que sembrar mi semilla —dijo Manuel.
Buscar una tierra buena para que pueda echar raíces y dar frutos.
—Sí,
esa es la cuestión —respondió Pedro. Pero ¿cómo buscar esa tierra?
—Jesús,
que sabe de nuestras dificultades, dejó, precisamente para eso, la Iglesia. En
ella podemos escuchar la Palabra y encontrar ayuda para perseverar.
—Sí,
supongo que ese será el camino.
Diríamos que la Iglesia es el lugar donde podemos dejar nuestra semilla para que, desde allí buscar la mejor tierra donde sembrar esa Palabra de Dios que nos convierta y nos de la fortaleza y Gracia para dar frutos de amor. No olvidemos que allí recibimos el Espíritu Santo – en la hora de nuestro bautismo – y en Él encontraremos inteligencia, sabiduría, consejo, fortaleza, ciencia, piedad y temor de Dios para dar los frutos de amor que nuestro Padre Dios espera de nosotros.
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