Posiblemente uno
de lo mayores obstáculos que se nos presenta a la hora de aceptar la Palabra de
Dios es la grandeza. No aceptamos que cualquiera nos hable, y menos aquellos
que no tienen formación ni proceden de lugares de prestigio intelectual. Ese
era el concepto que tenía todo judío en aquella época. Nazaret un pueblo que no
aparece en ningún mapa y de cero importancias. ¿Cómo va a venir de ahí el
Mesías esperado?
También ese era el
dilema de Natanael como buen israelita no podía entender que de Nazaret pudiese
salir algo importante. ¡Cuánto menos el Mesías! Sin embargo, Felipe, que acaba
de tener una experiencia de encuentro con Jesús le invita a venir: «Ven y verás» Y ese ven y verás
resultó que Natanael quedó impresionado por su encuentro con Jesús. Sus
palabras fueron: «Rabí, tú eres el Hijo de Dios, tú
eres el Rey de Israel».
Quizás a nosotros
nos pueda ocurrir lo mismo. Buscamos algo espectacular y grande para dejar que
nuestro corazón se abra a la Palabra de Dios. No nos dice nada, ni siquiera le
escuchamos, a ese que está a nuestro lado. Tiene que ser alguien importante y
poderoso que nos convenza. No cualquiera. ¿Acaso piensas que Dios está en lo
grande y espectacular? ¿No te das cuenta cómo y dónde ha nacido? ¿No entiendes
que el Niño Dios se esconde en la humidad y la pobreza? ¿Acaso crees y lo busca
en la grandeza y el poder?
Las palabras con las que termina el Evangelio de hoy nos pueden enseñar el camino para darnos cuenta de la necesidad de escuchar al Señor: «En verdad, en verdad os digo: veréis el cielo abierto y a los ángeles de Dios subir y bajar sobre el Hijo del hombre» Porque, solo aquellos que creen verán eso que dice el Señor.
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